Me dices que compartes la anterior, pues venga: sigamos y comentemos cómo se las arreglaron para vaciar los pueblos de gente y hacinarnos a todos en las colmenas de los barrios dormitorio de las ciudades.
Tras la guerra, y según se iba tecnificando el campo, cada vez sobraba más gente en los pueblos. Y mira por donde, todo ese sobrante era mano de obra que precisaba el capital en la ciudad; de ahí que, amparados en su régimen totalitario, buscaran las maneras de acelerar el proceso de dejar los pueblos vacíos de gente, creando unas bases subjetivas alienantes que estimularan el éxodo masivo y que no se sintiera el mismo como un trauma, sino como una marcha hacia el paraíso, o casi.
Sublimaron la propaganda sobre las excelencias de la vida en la ciudad, desprestigiaron en la misma medida la vida del campo, promocionaron el seiscientos y el cutis fino como símbolos del mejor vivir y del progreso en la capital y la figura del paleto con su cara ennegrecida y curtida, como icono de ignorancia, brutalidad, incultura y de vida inferior llena de penalidades, lograron que ambas propagandas calaran en la población y, puestas las cosas así, pues nada, todos pallá, y paleto el que se quede.
Merced a esa superestructura propagandística también articulada, consiguieron al cien por cien los objetivos que pretendían de nosotros; consiguieron que superáramos sin traumas aparentes, el dejar atrás raíces, vivencias, costumbres, familia, amigos, libertad, etc. y que, como unos jabatos/as, aceptáramos con enajenada satisfacción ser almacenados en los barrios dormitorios entre enjambres de desconocidos, hacernos amigos del despertador y de la máquina de fichar, asimilar el trabajo en cadena y robotizado, asumir los agobios y los atascos con santa resignación, aprender a endeudarnos con préstamos para vivienda y coche, anhelar las horas extraordinarias para aligerar deudas y, en fin, toda una retahíla de cambios “altamente gratificantes.”
Y así fue como el mundo rural se quedó sin gente, sin posibilidades de un desarrollo paralelo al de la agricultura y, para colmo, con su dignidad pisoteada y humillada a través de una propaganda que parece que nadie dirigía, pero que por toda España corría. Y tanto caló la vejación, que parecía que no habido existido nunca agricultura ni ganadería, ya que nadie reconocía haber arado o cuidado animales, porque a quien osaba decirlo se le tildaba de paleto y ya iba apañado. Es decir, se nos llevaron a la capital a engordarles su cartera y, encima, denigraron la vida de nuestros pueblos y la imagen de sus gentes, o sea a nosotros mismos, hasta el extremo de tener que ocultar por miedo al rechazo social la procedencia de nuestras honestas y dignísimas raíces de arado y morral.
Así que, Nico, para repoblar nuestros pueblos, no sólo necesitamos planes integrales, que por supuesto, sino a la par una tarea permanente de recuperación de la dignidad y el orgullo de la vida en el mundo rural, que no es mejor ni peor que la de la ciudad, sino muy distinta y, en cualquier caso, incomparable y única para quienes nos gusta vivir en campo, que leches.
Tras la guerra, y según se iba tecnificando el campo, cada vez sobraba más gente en los pueblos. Y mira por donde, todo ese sobrante era mano de obra que precisaba el capital en la ciudad; de ahí que, amparados en su régimen totalitario, buscaran las maneras de acelerar el proceso de dejar los pueblos vacíos de gente, creando unas bases subjetivas alienantes que estimularan el éxodo masivo y que no se sintiera el mismo como un trauma, sino como una marcha hacia el paraíso, o casi.
Sublimaron la propaganda sobre las excelencias de la vida en la ciudad, desprestigiaron en la misma medida la vida del campo, promocionaron el seiscientos y el cutis fino como símbolos del mejor vivir y del progreso en la capital y la figura del paleto con su cara ennegrecida y curtida, como icono de ignorancia, brutalidad, incultura y de vida inferior llena de penalidades, lograron que ambas propagandas calaran en la población y, puestas las cosas así, pues nada, todos pallá, y paleto el que se quede.
Merced a esa superestructura propagandística también articulada, consiguieron al cien por cien los objetivos que pretendían de nosotros; consiguieron que superáramos sin traumas aparentes, el dejar atrás raíces, vivencias, costumbres, familia, amigos, libertad, etc. y que, como unos jabatos/as, aceptáramos con enajenada satisfacción ser almacenados en los barrios dormitorios entre enjambres de desconocidos, hacernos amigos del despertador y de la máquina de fichar, asimilar el trabajo en cadena y robotizado, asumir los agobios y los atascos con santa resignación, aprender a endeudarnos con préstamos para vivienda y coche, anhelar las horas extraordinarias para aligerar deudas y, en fin, toda una retahíla de cambios “altamente gratificantes.”
Y así fue como el mundo rural se quedó sin gente, sin posibilidades de un desarrollo paralelo al de la agricultura y, para colmo, con su dignidad pisoteada y humillada a través de una propaganda que parece que nadie dirigía, pero que por toda España corría. Y tanto caló la vejación, que parecía que no habido existido nunca agricultura ni ganadería, ya que nadie reconocía haber arado o cuidado animales, porque a quien osaba decirlo se le tildaba de paleto y ya iba apañado. Es decir, se nos llevaron a la capital a engordarles su cartera y, encima, denigraron la vida de nuestros pueblos y la imagen de sus gentes, o sea a nosotros mismos, hasta el extremo de tener que ocultar por miedo al rechazo social la procedencia de nuestras honestas y dignísimas raíces de arado y morral.
Así que, Nico, para repoblar nuestros pueblos, no sólo necesitamos planes integrales, que por supuesto, sino a la par una tarea permanente de recuperación de la dignidad y el orgullo de la vida en el mundo rural, que no es mejor ni peor que la de la ciudad, sino muy distinta y, en cualquier caso, incomparable y única para quienes nos gusta vivir en campo, que leches.
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